Paolo

Con mi hermano Paolo, aunque tengamos edades cercanas (sólo le llevo tres años), nunca compartimos demasiadas cosas juntos. Siempre fue una persona muy introvertida, de chico casi no se juntaba con nadie. Mientras todos los pibes del barrio nos la pasábamos en la calle, él estaba en su pieza con sus cosas… escuchando música rara, leyendo libros… Paolo coleccionaba porquerías. Que sé yo, de todo ha coleccionado: bolitas, figuritas, tarjetas de teléfono, afiches de película, estampillas, botellas… La colección de botellas era su favorita, la tuvo hasta hace poco. También tenía otra maña, y era la de llevar anotado en un cuaderno todas las estadísticas del torneo de fútbol: formaciones, tabla de posiciones, goleadores, y sobre todo, los promedios del descenso. Decía que si uno se guía solo por lo que dicen los diarios, iba a notar que muchas veces se confunden o directamente prefieren no decir la verdad. Entonces él, semana a semana, iba a anotando en el cuaderno todos los resultados y novedades; luego hacía los cálculos correspondientes y los traducía a sus respectivas tablas. Así se mantenía siempre actualizado con información fiable.
El orden, la prolijidad, la discreción; siempre fueron estandartes en su vida; supongo que lo habrá marcado mucho el hecho de haber pasado tantas horas solo junto a mi vieja que era igual que él. Yo andaba por ahí, volvía a comer, y mi viejo ni eso.
Aunque trataba de no meterme en sus cosas, cada tanto tenía que darle una lección para evidenciar la diferencia. En el barrio lo miraban como un bicho raro, y si no lo maltrataba un poco, iban a terminar metiéndome en la misma bolsa… eso hubiese sido catastrófico. Ojo, tampoco es que le pegaba fuerte; pero si pasaba por delante, un coscorrón se llevaba… algo, como para que a los pibes ni se les ocurriese pensar que yo era igual que él. Paolo nunca se quejaba, apenas se ponía colorado y puteaba un poco. En ese momento los pibes se mataban de la risa, yo zafaba, él me hacía un corte de mangas, y se metía otra vez adentro, refunfuñando.
Cuando murió mamá, yo tenía 27 años, y Paolo pasó de la categoría de “raro” a la de boludo. La mató una enfermedad rápida e inapelable, de la cual tuve que hacerme cargo. Cargo de la contención, de lo económico, de mis emociones y también de lo fatal. Recuerdo que fue un Martes cuando lo llamé por teléfono. “Mirá, Paolo, todo mal; mamá murió.” En ese momento no dijo nada. Tampoco dijo nada cuando la velamos, ni el día siguiente cuando la llevamos al cementerio. Nunca dijo nada. Paolo seguía con su cara de siempre, un poco mas triste sí, pero con la cara de siempre. Saliendo del entierro, consideré la posibilidad de hacer algo al respecto, cinco minutos después decidí que lo haría.
La mañana siguiente, fui a su casa ocultando un palo entre las ropas. Era de esos bates de madera que usamos en el colectivo para ver si las ruedas están infladas. Él no estaba, pero yo tenía llaves. Entré a la habitación, no encendí la luz y me paré en el centro, con las piernas separadas. Sabía que iba a armar un quilombo grande, pero lo consideré necesario. Eché una mirada alrededor, tomé aire, y de un golpe barrido de bate de 180 grados, acerté a la estantería del medio. Botellas de Taiwán, Alemania, Venezuela, explotaron como gotas contra el piso. Luego de ese golpe limpio, profesional, me encargué como un lunático de la repisa de enfrente. Sacaba palazos de atrás de la cabeza, y las reventaba del impacto, tipo martillo, aunque algunas se zafaban y terminaban estallando contra la pared. En un momento entró Paolo. Abrió la puerta con cara desconcertada, pues escuchó los ruidos desde afuera, apuntó la mirada hacia la habitación y se acercó corriendo. “¿Quién anda ahí?, ¿¡quién anda ahí!?” Cuando prendió la luz y me vio, comenzó a gritar: “¿Marco? ¡Marco, Marco, pará Marco, ¿estás loco?. ¡Pará. Marco!, ¡Pará!”. Se arrodilló y formó una carpa sobre las botellas con su cuerpo, luego abrazaba las astillas, no paraba de gritar… Cada palazo que daba me descargaba más y más, “me lo vas a agradecer, Paolo”, me decía, “un día me lo vas a agradecer”. Y Paolo en un momento, dejó de moverse, acalló sus alaridos. Se entregó a la gravedad, a la pausa, al silencio. Se entregó a los hechos. Adquirió una posición fetal. Y comenzó a llorar. Grandes e incontenibles lágrimas. Desgarradoras, profundas, gordas. Con tos, con rabia, con desconsuelo, con pena. Espasmódico, agitado, vencido, impotente, indigno. En un calidoscopio de vidrios mundiales y diminutos, en el crisol tipográfico de etiquetas hechas papel picado, Paolo lloraba y lloraba.
Paolo había reaccionado.

2 comentarios:

Milestones dijo...

grande Nico! algo triste, pero real y lindo! un abrazo

Nicolás Uribe dijo...

Muchas gracias, un abrazo.